María Gabriela Silgado R.

Abrí los ojos y estaba en mi amado cuarto, paredes blancas, cortinas rosadas para cubrir el sol de la mañana y el techo lleno de estrellas que se vuelven fosforescentes en la noche. Les di los buenos días a los peluches que duermen conmigo y me protegen de los monstruos que puedan aparecer durante la noche, abracé a mi favorito, un perrito negro que ya se estaba volviendo gris, y me levanté.

Hoy me sentía especialmente emocionada por ir al colegio, era viernes y con mis amigas planeamos llevar nuestros juguetes favoritos para intercambiarlos durante el recreo. Lo pensé mucho, no sabía si mi carro a control remoto sería suficiente para impresionar a mis amigas, así que el día anterior saqué la mayoría de mis juguetes para compararlos y decidir. Mi mamá entró en el proceso y no dijo nada, pero sus ojos me miraron con una intensidad que me decía que si no recogía todos los juguetes tendríamos problemas.

Me bañé, aún algo adormecida, pero siempre pensando en la hora del recreo y cómo jugaría con el Lego de Harry Potter que llevaría inevitablemente Camila, mi mejor amiga. Mi mamá me hizo el desayuno, huevos revueltos con arepa, y me lo comí lo más rápido que pude porque no me gusta el huevo. Terminé y me puse la maleta, mi mamá estaba ocupada con una llamada del trabajo, así que decidí ahorrarle el tiempo de bajar a dejarme en el bus del colegio y bajé yo sola, después de todo ya tenía 8 años, podía hacerlo.

El ascensor estaba completamente vacío y cuando llegué a la portería de mi edificio por alguna razón solo pude ver los pequeños ojos del portero, que muy amablemente me abrió la puerta con un timbre desde su escritorio.  Bueno, me dije a mí misma, aún soy bajita y no puedo ver muy bien al otro lado de la pared, tal vez tiene una caja encima del escritorio que le tapa la cara.

Salí al andén y respiré ese aire especialmente dulce del viernes en la mañana. Finalmente decidí llevarme el carro a control remoto, le pedí permiso a mi mamá y me dijo que solo me iba a dejar usarlo afuera si dejaba mi cuarto muy limpio. El carro iba muy seguro en mi maleta, rodeado de mis cuadernos y mi cartuchera. Estaba haciendo algo de frío y sentí la piel de gallina en la pequeña parte de mis piernas que estaba expuesta entre la falda de mi uniforme y mis medias hasta la rodilla.

La calle estaba vacía. Veía a una o dos personas caminando, dándome la espalda y alejándose a toda velocidad de donde yo estaba esperando; Uno de ellos se volteó un momento y vi un pedazo de tela pegado a la mitad de su cara. Me asusté cuando vi que él no estaba tratando de quitárselo, sino que siguió caminando y cuando me vio a mí, abrió los ojos como platos y se alejó aún más rápido.

Me pregunté qué estaba pasando, hasta ahora solo había visto a tres personas mientras esperaba el bus, cuando normalmente veía a muchas, en el edificio salían Martina y Sebastián, que me saludaban y esperaban conmigo. Mientras estábamos los tres afuera salían Roberto y Pilar, unos esposos que siempre eran muy amables con nosotros, y afuera de la casa siempre pasaban personas en camino al trabajo o que entraban a las cafeterías que había a ambos lados de la calle para desayunar.

Algo me distrajo de mis pensamientos, la panadería, que usualmente tenía postres y panes en la ventana, que se me antojaban todos los días al ir al colegio, estaba cerrada. No solo eso, la ventana tenía un gran letrero blanco con letras rojas que decía      “SE VENDE” y el escaparate en el que siempre veía algunas delicias estaba vacío, las luces adentro estaban apagadas. No lo podía creer, en mis 8 años de vida siempre miraba hacia allí e imaginarme entrando y comprando todos los panes y dulces que quería, hasta a veces íbamos con mi mamá y la dueña nos saludaba con cariño, haciéndome sentir orgullosa porque se sabía mi nombre.

Todo esto era muy extraño. Mientras tanto sabía que el tiempo estaba pasando y el bus del colegio no llegaba. Se me estaban cansando las piernas y ya tenía mucho frío. No había visto a nadie más pasar por aquí y solo algunas motos con el logo naranja neón y blanco de Rappi pasaban por la calle haciendo un ruido inmenso, y luego dejándolo todo en silencio.

Estaba pensando en subir y confesarle a mi mamá que el bus me había dejado, así significara un gran regaño, porque sabía que no decirle iba a ser peor, cuando sentí un pedazo de tela sobre mi boca y nariz. Pensé que alguien me estaba tratando de ahogar y me alcanzó a salir un grito ahogado hasta que dos cauchos se apretaron detrás de mis orejas y las delgadas manos de mi mamá aparecieron sobre mis hombros y me voltearon para mirarla a ella que, como el señor al que había visto antes, tenía la mitad de la cara cubierta por un pedazo de tela que no estaba tratando de quitarse. Me sentía un poco ahogada, y acerqué mis manos a mi cara para quitarme lo que me ahogaba, pero con su voz fuerte y de mando, mi mamá me ordenó que no lo hiciera.

—¿Qué haces aquí afuera? — me preguntó con su tono de regaño. 

–Esperando al bus, pero creo que me dejó —contesté, sintiendo que se formaban las lágrimas en mis ojos, lista para el reproche. 

–Mi amor, —me dijo mi mamá con una dulzura que usualmente se reservaba para darme las buenas noches —no puedes ir al colegio. 

Eso me tomó por sorpresa. Mi mamá tenía que verme vomitando o sudando de la fiebre para dejarme quedar en la casa y no ir al colegio, una característica que odiaba porque lo único que me gustaba del colegio era compartir mis juguetes los viernes. ¿No podía ir? ¿Se había vuelto loca? 

—¿Por qué no puedo ir? —le pregunté un poco preocupada por que me fuera a dar malas noticias, pero el regaño volvió a su voz. 

—Sara, no te hagas la boba, ya llevamos un año en esta situación. No puedes ir al colegio porque está cerrado, tus clases las ves en el computador de la casa y puedes ver a tus amigas si haces una videollamada, además no puedes salir sin el tapabocas, te vas a enfermar seguro, por favor no vuelvas a salir sin mí. —Terminó ella y mis pensamientos estaban tratando de asimilar lo que me estaba diciendo. ¿Un año sin ir al colegio, sin ir a ningún lado? 

Y entonces me acordé, pensé que había sido un sueño, o bueno, una pesadilla. En ella un virus había llegado al país y nos había obligado a encerrarnos, no había podido salir a ver a mis amigas y ni siquiera al parque de la esquina por varios meses; cuando por fin lo pude hacer, me tocó usar un incómodo tapabocas que me impedía correr o hablar bien con alguien mientras estaba afuera de la casa. Cuando volvíamos me tocaba cambiarme de ropa y lavarme las manos por una eternidad.

Mi mamá me hacía sentarme a diario al frente del computador y allí surgía la cara de mi profesora, enseñándome matemáticas, sociales o música mientras trataba de no distraerme o simplemente ir a mi cuarto a jugar en lugar de aburrirme ahí sentada. Un año completo que había pasado solo con mi mamá, viendo a mis amigas por una pantalla o en el mejor de los casos en un parque, ahogada y manteniendo una distancia que no nos dejaba jugar en paz.

Me puse a llorar porque no sabía qué más hacer. Todos mis planes desaparecieron a través de la pantalla en la que la cara de mi profesora aparecía saludándonos a todas y mientras me alistaba para otro día encerrada, otro día sin ver a mis amigas o respirar aire libre, pensé que tal vez mañana me despertaría y de verdad me lo habría soñado.

Puedes leer aquí, un cuento que te puede interesar.

Por Spot

Un comentario en «Cuento: Tal vez fue un sueño»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *