Leidy Silva @leidybsilvam
Ya entrada la noche, en la clínica Palermo lo único que se escucha son los pasos acelerados de los médicos yendo entre los pacientes y sus familias. Al menos así fue hasta las 11, cuando el llanto y las discusiones empezaron a tomar parte de la tranquilidad del lugar. El frío que se impregna en los huesos y la sala a medio iluminar, la silla plástica y el televisor sin volumen, no hacen más ameno el panorama. Sentados desde hace más de dos horas, mi mamá, Mario (el esposo) y yo, esperábamos alguna noticia de mi tía Mónica.
A las 8pm salió el cirujano Mendoza a informarnos que la operación para extraer el apéndice, había sido todo un éxito. Con ojeras, bostezando, sin uniforme y preparado para llegar a su casa después de un largo día de correr entre clínicas, se despidió. Un poco más tranquilos y a la expectativa de que mi tía se despertara, empezamos a luchar contra el sueño. Sin embargo, tres horas después, vemos una silueta ya conocida correr por el pasillo. Con el uniforme a medio poner y sin siquiera parar a saludarnos, el cirujano volvió. En ese instante, la desconfianza y la imaginación jugaron con mi mente. La preocupación tomó el lugar de la esperanza.
Gobernado por la incertidumbre, Mario sale y entra de la clínica una y otra vez, con un tinto temblando en su mano derecha. Mi mamá prepara la cámara de su celular (el “sexto sentido” actúa en su nombre) para grabar el momento de la tan esperada explicación a aquella carrera por el pasillo. Después de 30 minutos fue imposible conservar la calma… decidimos seguir los pasos del cirujano hasta llegar a la puerta por la que había entrado. Al darle el nombre y el apellido de mi tía a la enfermera, que hacía las veces de recepcionista, encontramos más dudas que respuestas:
─¿Mónica? ¿La que van a pasar a cirugía? ─, dice insegura.
─No, a ella ya le hicieron la cirugía─, afirmo confundida mientras volteo a ver a mamá y a Mario, que no se atreven a cruzar la entrada ─ya no le tienen que hacer más.
─Sí… sí…─, dice muy bajo, como hablando para sí misma, de repente sube el tono ─yo pensé que ya habían hablado con ustedes… entonces voy a llamar al cirujano para que venga a informarles el acontecimiento, ¿cómo es que es? ¿Doctor Mendoza?
Esa conversación logró desestabilizarnos, pero pudimos resumir que a las dos cirugías pasadas (la de esa noche (que cambió a último minuto, en un principio la vesícula, y no el apéndice que era la que no estaba funcionando) y la del miércoles pasado para liberarla de unos quistes en los ovarios), se les sumaría otra en la que su vida podría correr un mayor riesgo.
Volteé una vez más; mi mamá con la cara totalmente blanca y las manos temblorosas, y Mario incapaz de mover un músculo, esperaban en silencio.
Un grupo de personas rodeaban la misma puerta: tres con los ojos húmedos y otra intentando esquivar cualquier señalamiento. El frío de la noche nos ahogaba, no encontramos escapatoria de la densidad del ambiente. No sabíamos si quedarnos ahí esperando, si volver a la sala, si salir del hospital, si llorar, en fin. Después de unos 5 minutos vimos venir hacia nosotros al cirujano, que se retira lentamente el tapabocas, con la cabeza inclinada y las manos inquietas.
─¡Buenas! ─, dijo desinteresado y sin la mirada fija ─Venga les cuento. Vamos a re intervenirla porque me llamó instrumentación─ se rasca la cabeza ─… que les faltaba una compresa.
─¡No, Dios mío! ¿Otra vez? ─, dijo en voz alta Mario, mientras llevaba su mano derecha al rostro y caminaba hacia el cirujano cada vez más rápido.
─¿Señor? ─, pregunta mi mamá casi escondida detrás de la puerta─ ¿Qué toca qué?
─¿Cómo así, doctor? ─ digo al tiempo que cruzo los brazos; mis manos se congelan y la cara me hierve.
─Me toca otra vez abrir la herida para buscar una compresa que no encuentra la instrumentadora─, responde con preocupación, pero sin titubeos.
Detrás de la puerta había unos casilleros pequeños, sobre los cuales mi mamá debe apoyarse, pues ella es propensa a desmayarse en situaciones de alto estrés. Miro a Mario, la arruga de su frente se hace cada vez más evidente, pero de su boca no sale un solo sonido. En frente mío, el cirujano Mendoza se encuentra en total silencio y espera cualquier respuesta.
─Pero ¿cómo así, doctor? ¿Por qué la lastiman tanto? ─, dice mi mami con la voz “hecha hilo”.
─Pero es que no ve que yo… yo no hago el conteo de compresas, eso es la instrumentadora─, interrumpe e intenta defenderse─ yo cierro y me dicen “completo”. Por eso salí y les di la información. Ya cuando estaba en la casa me dicen “no, me faltó…” y entonces por eso me tocó regresar.
─No, pero ¿cómo es eso? ¿Por qué la lastiman tanto? ─, reitera mi mamá, mientras su pie empieza a golpear el suelo.
─No, no es lastimarla─, responde ─tengo que abrir para buscar la compresa… la que no encuentra la instrumentadora.
Un poco confundidos por no saber muy bien qué significaba lo que acaban de escuchar, Mario y mi mamá alzan la voz:
─Pero ¿qué es una compresa? ─, preguntan al unísono
─Las gasas con las que uno seca la sangre─, responde el cirujano aún sin mirarnos a los ojos.
En ese momento, la rabia llegaba al punto en que empezamos a gritar, exigiendo una explicación válida de su irresponsabilidad y la de su equipo de trabajo, y a negarnos a firmar la autorización para la nueva cirugía.
─Ah, o sea le quedó por dentro…─, dice Mario mirándolo fijamente.
─Es la sospecha─, Afirma el cirujano.
Con un nudo en la garganta, sentada en el suelo de la clínica, al frente mi mamá con lágrimas en los ojos y Mario intentando comunicarse con sus dos hijas, así terminó el sábado 13 de mayo del 2017.
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