Por: Clara Eugenia Unigarro Tarazona @lillygumy
Es un día normal de vacaciones, y encima de cuarentena; me levanto, voy a visitar mi ciudad para hacer labores diarias como recoger frutas o saludar a los vecinos, desayuno, ahora estoy de ánimo para hacer unas entregas de material de supervivencia, mientras neutralizo terroristas; entonces un amigo me llama para que juntos vayamos a explorar el desierto y de paso hacer unos cuantos favores. Finalmente decido terminar el día en la ardua defensa de un cristal y sus torres con otro “parche” de amigos.
Quizá en ese resumen de mi día normal es notorio que suceden al menos un par de cosas extrañas e incluso imposibles dentro de una situación de encierro por la pandemia, pero, incluso sin ella suena difícil atravesar esos lugares y situaciones en tan breve espacio de tiempo. Pero un lector astuto puede intuir que lo que sucedió realmente en mi día es, que pasé de la pantalla portátil de la Nintendo Switch a la del televisor con la Play Station 4 conectada y el disco de Death Stranding dentro de ella para, posteriormente, sentarme frente al computador y compartir con mis amigos juegos como World of Warcraft o League of Legends.
Sin embargo, hay algo que transciende la ficción de estas acciones y es que todas mantienen un mismo sujeto que, en este caso, soy yo. Esto no es nada extraño de escuchar en cualquier conversación con un gamer, por más casual que sea, ya que no pasarán ni cinco minutos sin que mencione que él o ella realizó las temerarias proezas que se manifiestan en la pantalla, como ganar la guerra de turno en Call of Duty o completar en tiempo récord un viaje con Spyro. Y la razón puede encontrarse en ese inevitable juego de rol, al que nos seducen con gran facilidad los videojuegos, pues, a pesar de que hay en ellos una variedad enorme de entregas en las que no adoptamos en el marco de la pantalla la identidad de un personaje, como Tetris, es innegable que existe, por otra parte, una predominancia cultural y un fuerte impacto en el mercado, por aquellos que adentran al jugador en historias entrañables que tienen personajes principales jugables, que quedan marcados en la memoria, como Mario o Link, o le permiten al jugador crear su propio personaje para que logre las metas propuestas dentro de la narrativa del juego, como convertirse en campeón de una liga Pokémon.
Esto quiere decir que, aunque en muchos casos puede simplemente darse por sentado al jugar estos dos tipos de videojuegos, el usuario sin importar cuál sea la meta o motivación inicial del juego correspondiente, se adentra en un juego de rol que le permite experimentar aventuras de diversa naturaleza, desde la piel digital de otro, lo cual ha sido frecuentemente abordado desde la perspectiva perversa de la discusión sobre, si los videojuegos inducen o no la violencia en las mentes de los jugadores, ya que el usuario frecuentemente dice cosas como “lo maté” o “me hice una racha de asesinatos”, con lo que podría entenderse, según algunas de estas posturas, de una forma negativa esa asimilación de roles con la confusión entre el juego y la vida real, ya que en sí hay una apropiación de violencia.
No obstante, al llevar la discusión por esa vía se dejan de lado reflexiones y discusiones fundamentales para entender la importancia que tienen los roles en los videojuegos, como la capacidad de incorporación de una historia, que incluye sus propias motivaciones y tensiones o el simple hecho de que la mediación por la pantalla haya facilitado e, incluso, convertido en un efecto instantáneo esa necesidad de apropiar, a través de otra piel, diversas experiencias, cosa que ocurre desde los juegos de niños, hasta la emergencia constante por la ficción que se cataliza en otros medios, como los libros o las películas.
En consecuencia, uno de los aspectos más importantes que juega el rol en el videojuego, es que automatiza un campo de posibilidades; es decir, que le facilita al participante un escenario con unas reglas específicas, en las que toma el control al agarrar el mando de la consola o el ratón y el teclado del computador e, inmediatamente, puede sentir que es dueño de ese cuerpo y esa historia, sin dejar de saber nunca que se encuentra dentro del marco ficcional de un “voy a jugar a ser”. De esta forma, es posible comprender, por un lado, que el jugador, sin alguna condición mental que lo impida, tiene noción y plena consciencia que entra en un entorno de juego que configura la simulación en la que habita dentro de ese espacio y tiempo específicos, mientras que, por otra parte, es capaz de “seguir el juego” y, en ese proceso, compenetrarse con la circunstancia de ese otro que habita dentro de la pantalla.
Esto último abre las puertas de la experiencia de juego a lo que la filósofa Christine Buci-Glucksmann denomina “el devenir otro”, es decir, ser capaz de poder encarnar otra identidad de forma efímera y, a través de ello, comprender mucho mejor la otredad al experimentarla como parte de sí mismo. Esto, por consiguiente, le permite al jugador entender otras culturas, miradas, posturas éticas, emociones, entre una enorme variedad de elementos, por medio de los cuales puede comprender mejor a quienes lo rodean, dentro y fuera del juego, al igual que a sí mismo.
Como ejemplo de ello puede pensarse en el caso de Digimon Story: Cyber Sleuth, un videojuego de rol por turnos en el que el jugador adopta la identidad de un chico o una chica japonesa contemporáneos, que deben resolver misterios, como detectives privados, dentro de algunas ciudades niponas, proceso en el que al usuario le es posible aprender muchos elementos de la cultura cotidiana autóctona del Japón. E igualmente, en otro caso, el jugador puede acercarse a diversos momentos históricos, como la Grecia clásica o el antiguo Egipto, dentro de la piel virtual de los personajes de la saga de Assasin’s Creed. Solo por citar ejemplos de casos en los que el videojuego abre las puertas a diversas culturas. Sin embargo, es importante recordar que la clave se encuentra en ese efecto de catarsis que provoca el videojuego, en el que más allá de generar una brecha entre juegos que abordan culturas reales o ficticias, lo más valioso es que, al encontrarse en una simulación el jugador tiene la libertad de experimentar una innumerable gama de sensaciones que le permiten entenderse por fuera de la identidad que carga todos los días, pues puede encarnar digitalmente personajes de diferente naturaleza como animales, plantas, robots, entre una enorme variedad de posibilidades.
Bien lo resaltaba el filósofo y sociólogo George H. Mead cuando argumentaba que las dos ramas del juego: play y game sirven para que el individuo, a partir de apropiar diversos roles como en el caso del play o al aprender a coordinar esos roles en articulación con otros en el caso del game, entienda y configure su identidad en relación con los otros con los que tiene que cohabitar, cooperar y competir diariamente. En consecuencia, al convertirse el jugador en animal o robot dentro del juego, puede, desde la forma fluida que dan los videojuegos con su cualidad de entretenimiento, llegar a experimentar mejor algunos aspectos de sí mismo, pues, como ejemplo de ello, a través de la piel virtual de un Pandaren en World of Warcraft, un jugador puede comprender la importancia que tiene la paz y el equilibrio interior mientras habita la narrativa de esta raza específica en el juego. Incluso, al retomar el ejemplo de juegos en los que se asesinan personajes u otros jugadores, lo realmente importante, se encuentra en el acto cooperativo y competitivo que apropia el jugador al encarnar un rol, pues, al pensar en League of Legends, por ejemplo, se trata de cooperar en equipo para un propósito común, en el que compite simultáneamente con otros.
En otras palabras, ese “devenir-otro” citado anteriormente, se da con gran rapidez a través de la pantalla, en la que, con la misma facilidad narrada en mi día normal de vacaciones, puedo explorar una variedad infinita de universos posibles, en los que sus personajes, a los que he incorporado a través del rol, me hablan de mí misma de una forma que se hace más íntima y emocional a medida que me compenetro con las motivaciones que tenga el héroe de turno dentro del juego. Por supuesto, este es un efecto inherente a la ficción que puede encontrarse en los libros y las películas, por dar un par de ejemplos, con los cuales es posible comprender mucho mejor el mundo que nos rodea, a nosotros mismos y a los otros desde diferentes narrativas, pero lo que hace especial este fenómeno dentro de la ficción del videojuego, es esa capacidad de nombrarse en primera persona: de poder decir “yo gané”, “yo fui”, “yo subí”; que le es propia al juego tradicional y que la pantalla potencia con su cualidad de crear simulaciones y de facilitarle al jugador el proceso de imaginar y habitar posibilidades por fuera de su contexto inmediato.
En consecuencia, una gran parte de la cuestión de jugar, se encuentra en ese acto que suele darse por sentado de simplemente ser, pues esa palabra que es a la vez sujeto y verbo, se construye desde las vivencias y el entorno de cada individuo, lo que incluye ponerse en los zapatos del otro, y los videojuegos son expertos en llevarnos a calzar las formas de existir de muchos personajes en sus respectivas historias y contextos, que pueden incluso superar las fronteras de lo humano, al construir muchos tipos de realidades posibles. Y así, se cumple la sentencia que se ha popularizado en las redes sociales dentro de grupos de videojuegos: “Soy gamer, no porque no tenga una vida sino porque decidí tener muchas”, pues, la magia del juego se encuentra en brincar por esas muchas otras vidas, con los respectivos aprendizajes y apropiaciones de cada una, sin dejar atrás a ese sujeto detrás de la pantalla que, al controlarlas a todas las hace parte de sí mismo.