No hace falta ser egresado de alguna de las universidades más prestigiosas del país para saber que lo nuestro cuesta. Y, con el perdón de quienes busquen justificación académica a los precios de la canasta familiar, no hago referencia a la carne o la papa. A estas alturas, después de haber sobrevivido las consecuencias monetarias y emocionales de la pandemia, parece ser que el camino artístico se torna en una trocha empedrada en el país del Sagrado Corazón. Con o sin estudios de grado superior, la lista de quehaceres de un artista emergente se hace cada vez más exigente con el nivel de competitividad del mercado y la accesibilidad a las nuevas tecnologías. Desarrollar un portafolio de calidad, construir un perfil público, definir un nicho de mercado, invertir en publicidad, interactuar con la audiencia, y, como dice el afamado Bad Bunny en su canción “Safaera”, si Dios lo permite, recibir un ingreso que permita sostener el proyecto. Repita y aguante.
Obviando el reducido número de casos de quienes han despegado a la fama por algún motivo de carácter mediático, este es el paso a paso desmenuzado para el resto. Inclusive los artistas que al ojo del consumidor parecen ser reconocidos, se ramifican y dedican una parte considerable de su tiempo a trabajar en mercados paralelos para sostenerse. Y no es que todos los que pertenecen al campo emergente del arte pasen hambre, aunque casos hay para listar. Sin embargo, que sepa quien esté leyendo que detrás de alguna canción, producción audiovisual, pintura, tatuaje, escultura, diseño, fotografía u obra teatral de la que sus amigos o familiares no hayan escuchado aún, hay un artista que se parte el lomo. Pero en aras de que esto no se convierta en un ajuar de quejas y reclamos, aterricemos el comentario. Hablemos de la música entonces, y extrapolemos desde ahí.
¿Tenemos que escuchar artistas nacionales porque llegan a nosotros a punta de sangre, sudor y lágrimas? Aunque es una razón de peso, y el imperativo moral nos dice que es el deber ser, en la práctica escuchamos música porque nos gusta, no porque la sociedad lo parametriza como el buen actuar. Pero es clave pararles bolas porque cumplen, y en muchos casos sobrepasan las exigencias del mercado: se producen con estándares elevadísimos de calidad, responden a una gama inmensa de gustos de la audiencia, y todo esto sin perder el tumbado de lo nuestro. Me permito aclarar que no se trata de demeritar la música extranjera, ni mucho menos de incitar a no escucharla. Desempolvar los acetatos americanos de los papás, siempre resulta un buen plan de domingo, y sigue siendo un espectáculo ver a los mayores de la casa sucumbir ante la modorra del almuerzo con las reliquias instrumentales europeas que suenan de vez en cuando en Melodía Stereo. Lo importante es entender que no hay nada que envidiarle al sonido de afuera, y que por muy quisquilloso que usted pueda resultar en su melomanía, de seguro puede encontrar música colombiana que le mueva el piso.
Aunque este no es un artículo de recomendaciones musicales, es importante también recalcar lo siguiente: que la música que llega a nosotros implique diferencias generacionales, no tiene porqué resultar en un sesgo a la hora de apreciarla. ¿Que las canciones de ahora tienen solamente letras de mal gusto y faltas de profundidad? Péguele una escuchada al sencillo de Juandas titulado Corazones Verdes, publicado el año pasado, o si le interesa algo más encaminado hacia lo electrónico y lo experimental, acérquese a La Máquina Moral, el último álbum de La Sociedad De La Sombrilla, donde la profundidad sobra en términos sonoros, líricos y conceptuales. Inclusive, si quiere darse cuenta de que sus generalizaciones respecto al reggaetón son absolutamente equívocas, póngale atención a Amor Y Sal de Las Villa, o Luna de Philip Ariaz. Lo mismo en contrasentido. ¿Que la música de los viejitos es muy aburrida, o no aguanta para prender la rumba? Ponga a sonar La Creciente de Rafael Orozco con El Binomio, o si tiene ganas de ahondar en algo de rock, puede escuchar La Derecha, álbum de la agrupación homónima publicado en 1994.
La música, y el arte en general, responde con inmediatez a los procesos socioculturales, y por ello experimentarla hace parte de construir una visión integral del país y el mundo en el que vivimos. La violencia armada y el desplazamiento en las zonas rurales y la periferia colombiana, por poner de ejemplo un par de nuestra infinidad de problemáticas, han resultado ser generadores de músicas que al día de hoy representan una buena parte del cimiento sonoro de nuestro país. Desde la carranga y el merengue campesino de Jorge Velosa en canciones como Campesino Embejucao, y obras tradicionales como A Quién Engañas Abuelo del maestro Arnulfo Briceño, hasta la rasqa de Edson Velandia en Su Madre Patria, y el afincado fusión en Mi Pueblo de La Pacifican Power, encontramos emociones y sentimientos comunes en torno a los procesos que afrontamos como nación. Con esto quiero llegar a que existe un aluvión de factores que nos conecta social y étnica, y por tanto emocional y espiritualmente con nuestra música.
Válgame apuntar también que este es solo uno de los tantísimos métodos y motivaciones para comenzar un proceso exploratorio de artistas nacionales. Asistir a la multitud de festivales musicales públicos y gratuitos alrededor del país, informarse en cualquier plataforma enfocada en la investigación y el periodismo artístico, encontrar recomendaciones a través de canales de opinión como El Enemigo, Dos Maricas y CadenciaPodcast, sintonizar programas radiales que varían su contenido según la región en la que se encuentre, seguir las recomendaciones de las plataformas de streaming y redes sociales de nuestra preferencia, en fin. Ni hablar pues de cómo la música puede resultar en un tremendo detonador de viajes de fin de semana a algún pueblo cercano, de conexiones e interacciones con personas de otras regiones, y por qué no, de apoyar a todos aquellos artistas que, a diferencia de José Álvaro Osorio Balvin en la producción audiovisual de su canción Perra y sus apariciones mediáticas, dejan la cultura de nuestra nación por lo alto. Lo mismo aplica al resto de artes.
¿Entonces cuál es el pero que justifica no conocer un poco más de nuestra música? La invitación que pretendo hacerle con este artículo resulta casi idéntica a la del mismísimo Diomedes en aquel legendario concierto: “Tómese una Águila, búsquese una radio y a escuchar.”
Puedes leer también: En contra de la música: Los reality shows